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Antonio y Diana duermen en la calle desde hace más de 10 años. MOISÉS CASTELL


CARLOS

Carlos Bueno


La de Antonio y Diana es una historia de amor, una desgarradora historia de amor de difícil comprensión para la mayoría de mortales. Ella tiene 35 años y él va a cumplir 58. Diana nació en Santander aunque vivió desde pequeña en Carcaixent. Sus coqueteos con la droga le jugaron una mala pasada y acabó enganchada, peor, acabó metida entre rejas. Cuando salió de la cárcel no tenía dónde ir ni sabía qué hacer, sólo que necesitaba quitarse aquella terrible adicción. Entonces encontró a Antonio, un algemesinense de El Raval que había vivido en sus carnes la dureza que sufren los yonkis que quieren dejar atrás su pasado. Él también estuvo colgado y consiguió abandonarlo. Se prestó a ayudarla con su experiencia como único bagaje y ella le amó a pesar de que Antonio no tenía nada que ofrecerle, nada, sólo apoyo, justo lo que ella necesitaba. De eso hace ya 11 años. No son Richard Gere y Julia Roberts en Pretty Woman. Lo suyo no es una película romántica con un final feliz sino una lucha continua por la supervivencia, sólo eso, seguir vivos un día más. No ansían el mínimo lujo ni en su mente hay sueños de grandeza, únicamente anhelos de dignidad.
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Antonio y Diana, que está embarazada de ocho meses. MOISÉS CASTELL


Viven en la calle desde hace más de 10 años. Cuando murió la madre de Antonio se quedaron con una mano delante, otra detrás y un puñado de ropa vetusta. Últimamente han estado durmiendo más de un mes en la calle Montaña, en el portal del antiguo Banco de Valencia, arropados por cartones y mantas añosas. Antes lo hicieron en cabañas que se construyeron en varias ubicaciones de El Raval, siempre alrededor de la zona del Campo de Fútbol. “Nos hemos tenido que ir mudando de sitio”, comenta Antonio, “unas veces porque nos han quemado la cabaña, y otras porque nos piden que nos marchemos. No damos buena imagen”. Le pregunto si no hay manera de que encuentre un empleo aún sabiendo cuál va a ser la respuesta. “A mi edad, y con un 81 por ciento de minusvalía ¿en qué voy a trabajar?”, me contesta al tiempo que me enseña los papeles del tribunal médico. Entre otras dolencias, Antonio padece serios problemas de espalda y de la vista.
Diana tampoco puede buscar un jornal porque está embarazada de ocho meses. Será su quinto hijo con Antonio. Ella tiene otro más fruto de una relación anterior. Como es evidente ninguno está con ellos porque los servicios sociales se los retiran de inmediato. De momento sobreviven con una paga no contributiva de 350 euros al mes. La Cruz Roja les daba macarrones y arroz, pero no tienen donde cocinarlos, y tanto las asistencias sociales como Cáritas les piden estar empadronados en un domicilio fijo de Algemesí para poder ayudarles. “Nos dicen que vayamos a un albergue, pero allí nos dejan estar como mucho un par de semanas, y luego de vuelta a la calle. Eso no es solución”, explica Diana. ¿Y cuál es entonces?, le inquiero. “Una vivienda de alquiler social por la que se pagan unos 60 euros al mes. Así podríamos echar para adelante”, me garantiza.
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Yamal con uno de sus gatos en la cabaña en la que duerme. MOISÉS CASTELL


YAMAL
La de Yamal quizá sea la historia de una depresión. Se trata de un español de 45 años nacido en Ceuta que duerme junto a un cañar de El Raval, en una cabaña hecha por él mismo a base de telas cubiertas por una lona. En el interior, sobre un tablero que le aísla de la arena del suelo se agolpan montones de mantas. No hay más. No quiero ni pensar cómo pasó los días de tormenta del pasado mes de diciembre. “Algo de humedad”, me cuenta quitándole importancia al asunto. A su lado se arremolinan una veintena de gatos, su única compañía. “Me he acostumbrado a la soledad y me gusta”, comenta abiertamente. “A todo se acostumbra el ser humano”. ¿También a vivir así? le interpelo. Me asegura que sí, que es cuestión de resignación. No soy sicólogo, pero le noto demasiado conformado con su sino, tanto que confiesa no estar haciendo nada por encontrar solución a la situación que atraviesa. “Pedí ayuda, pero me ignoraron”, relata encogiéndose de hombros. De nuevo aparece el inconveniente del padrón. Sin domicilio fijo todo se complica. Es un bucle, un problema sin solución. Si no hay una residencia donde empadronarse no hay ayudas, y sin ayudas no hay posibilidad de disponer de una vivienda de alquiler social.
Salió de Ceuta hace 15 años porque su barrio era conflictivo y no tenía trabajo, problemas que se acrecentaron por sus flirteos con la heroína. Primero estuvo en Castellón y luego vino a Algemesí. De eso hace siete años y desde entonces pernocta en cabañas; la actual es la segunda que se construye. Se alimenta de botes de comida preparada que calienta en un hornillo. Los compra con lo que saca recogiendo algo de chatarra y con las monedas que los más caritativos le dan. Yamal padece una desviación de la columna que le impide levantar más de 10 kilos. Su aspecto no es precisamente el de un tipo fuerte y sano. ¿Por culpa de la droga? Me asegura que consiguió dejarla hace ya tres años.
En Ceuta se quedó su madre y sus 12 hermanos. No sabe nada de ellos porque no tiene dinero para viajar hasta allí. Parece no añorarles. Se ha acostumbrado a convivir con sus problemas porque dice que todo el mundo los tiene, “cada uno los suyos”, y me sorprende al asegurar que le gusta su rutina, “en eso consiste mi libertad”, proclama. Sólo parece preocuparle la inseguridad de vivir en una cabaña. “Hay gente mala y nunca se sabe qué pueden hacerme”.

Santos a la luz de las velas a punto de acostarse. MOISÉS CASTELL


SANTOS
Un cúmulo de golpes de mala suerte conforman la historia de Santos. Su familia era de Zaragoza y se había trasladado a estas tierras por motivos laborales cuando él tenía sólo tres añitos. Pero ese mismo año sus padres murieron en un accidente de tráfico y Santos se crió con sus abuelos. Fué al colegio, creció como un chico más y se dedicó a la albañilería, era carabistero. Tenía vivienda y coche, y hasta un perro. Pero un buen día perdió su empleo. Las letras de la hipoteca no se pagaban solas. Y acabó absolutamente arruinado. “Me quedé en la calle a pesar de que había cotizado 17 años a la Seguridad Social”, comenta.
Ahora tiene 44 años y vive con lo puesto. Lleva cuatro años en Algemesí, durmiendo en la caseta de una empresa abandonada por la zona de Cristo de la Agonía. Pidió trabajo en el ayuntamiento, pero ni qué decir tiene que la cuestión del empadronamiento volvió a ser un impedimento insalvable. Hace sólo unos días le robaron las dos mantas que tenía y a pesar de todo certifica que en Algemesí le han tratado bien. “Aquí hay gente generosa”. ¿Problemas con las drogas? Me promete que no, que sólo recuerda haberse fumado algún porro cuando era joven en la Ruta del Bacalao, nada más. Así que pide para comer. Bollería, pan y fiambre son sus alimentos habituales.
No confía en que su situación cambie a pesar de que se conformaría con poco, “con tener un trabajo que me diese lo justo para poder comer y no tener que pedir a la puerta de un supermercado. Eso es lo único que deseo”. Y entretanto sueña con un bocadillo caliente de lomo con queso a la luz de una vela, su única compañía nocturna en la caseta donde se acuesta embutido en varias mudas.
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Jaime suele pedir en Mª Auxiliadora i en supermercados. LVA


AHMED (JAIME)
Una historia de inmigración es la de Ahmed, un marroquí natural de la ciudad de Nador que lleva ya 15 años en Algemesí. Aquí todos le llaman Jaime, y parece que a él le gusta. Salió de su tierra hace 35 años para trabajar de camarero en diferentes ciudades españolas. También encontró empleo en Fomento y en labores agrícolas. El dinero que ahorraba se lo mandaba a su mujer y cinco hijos, pero hace 10 años se quedó en paro y ya no ha vuelto a ser contratado, así es que hace tiempo que no puede enviarles ni un solo euro porque vive en la miseria. Sabe que gracias a la pequeña paga de viuda de su madre los suyos van tirando para adelante, y eso le consuela.
Como al resto, le pregunto si ha pedido ayuda, y me sorprende diciéndome que no. “Sé que me van a contestar que no puede ser porque hay miles de personas que quieren asistencia y yo no cumplo con los requisitos que se piden ¿Para qué perder el tiempo?”. Aún así Jaime sigue soñando que se produzca el milagro de poder volver a trabajar, “de volver a ser una persona normal”, apunta.
Como Yamal, Jaime ha estado viviendo durante años en una tienda de campaña en un descampado de El Raval. Por fortuna desde hace unos meses un amigo le deja dormir en su casa “porque no fumo ni bebo alcohol”, afirma. Vive de la caridad de los algemesinenses. “Uno me da leche, otro pan, alguno unas monedas…”, y confirma la teoría de Santos de que aquí hay gente buena. Confiesa que no anhela regresar a Marruecos. A sus 57 años se ha acostumbrado a vivir en Algemesí. “Siento que ahora esta es mi casa”, sentencia.
De momento Jaime tiene la suerte de dormir bajo un techo. También Antonio y Diana, a quien la pasada Navidad el ayuntamiento les cedió una vivienda hasta que nazca su hijo dentro de aproximadamente un mes. ¿Y luego? Luego los servicios sociales les desprenderán del bebé y ellos regresarán a la calle.
Mientras hablaba con ellos una mujer pasó junto a nosotros y me dijo que estaban en su situación “por su mala cabeza”. Y seguramente tendría razón. Pero ni todos somos rubios, altos y de ojos azules, ni todos gozamos del mismo coeficiente intelectual. Es más, la caprichosa suerte y las circunstancias juegan un papel determinante en nuestro destino. ¿Qué hay que hacer entonces con quienes no han sabido jugar sus bazas de la mejor manera, con quienes la fortuna fue esquiva, con quienes no tienen las mejores luces o simplemente con quienes se equivocaron? Yo no tengo la solución, pero estoy convencido de que dejarlos en la calle no es lo más correcto.
Antonio, Diana, Yamal, Santos y Jaime, historias diferentes con el mismo desenlace: la pobreza extrema. Hay más ejemplos, seguro. Gente con problemas vitales que se cruzan por la calles de Algemesí con rubios altos de ojos azules. Para todos pasó ya la Navidad, y para unos fué tan amarga como para otros dulce.