En los pueblos afectados por la DANA hay dolor, impotencia, solidaridad, gratitud, cansancio, desconsuelo… y también niños amparados por la inocencia infantil.
Carlos Bueno.- No cabe en un artículo todo el dolor que, tras el desbordamiento de ríos y barrancos, ha provocado la DANA que devastó algunas comarcas de Valencia el 29 de octubre. Dolor por el fallecimiento de seres queridos; ese es el peor por inconsolable. Dolor por la pérdida irreparable de las vivencias de toda una existencia que se iban tras cada álbum de fotos repleto de barro, tras cada regalo extraviado, tras cada recuerdo que se marchó flotando, tras cada libro deshecho, tras cada CD que contenía la banda sonora de una vida y que se llevó el agua. Dolor por los cuantiosos quebrantos materiales: coches, muebles, electrodomésticos, ordenadores…
No cabe en un artículo toda la impotencia que ha provocado la DANA en la ciudadanía, incapaz de resolver mínimamente una situación ante la que sólo cabía la resignación y el desespero. No cabe en un artículo toda la incomprensión que sienten los damnificados, que no entienden cómo no se activaron los protocolos pertinentes con la antelación necesaria para salvar, cuánto menos, vidas humanas. ¿De vedad se puede predecir que provocará el cambio climático dentro de décadas y no se puede anticipar la virulencia de una DANA unas horas antes de que irrumpa?
No cabe en un artículo toda la solidaridad que ha provocado esta tragedia en España. Dejando a un lado la más que deficiente gestión política, los españoles han dado el mejor ejemplo que se pueda dar de hermandad y de apoyo. La marea humana que se adentra en los pueblos afectados con escobas, cubos y palas es determinante para la limpieza de las zonas dañadas. La llegada de bomberos y policías voluntarios, así como la determinación de los militares desplegados, resulta clave para el despeje de calles en las que se amontonan los vehículos y los trastos, y también para el desagüe de garajes, comercios y bajos inundados.
No cabe en un artículo toda la gratitud que sienten los perjudicados hacia tantos colaboradores desinteresados que ponen rumbo al lodo para mancharse sin remilgos e irradiar ánimos; hacia tantos clubs deportivos, peñas taurinas, sociedades, agricultores, empresas y particulares que donan de forma altruista dinero, comida, ropa, artículos sanitarios y enseres para poder trabajar en el desastre.
No cabe en un artículo toda la desesperación que sienten aquellos a quienes les ha desaparecido todo, ni tampoco el aliento que transmiten los más optimistas: “No importan las caídas, sino levantarse y seguir adelante. Saldremos de esta como antes salimos de otras”.
No cabe en un artículo la mirada abatida e inconsolable de los abuelos doblegados a una catástrofe que no entienden y que les mata. Ni la mirada limpia, cándida e inocente de los niños, ajenos al drama que se cierne alrededor suyo.
Y, en medio del caos, el toreo. En una calle embarrada de Algemesí, rodeados de mobiliario destruido por el agua, de colchones empapados, de trapos sucios y de basura maloliente, dos chiquillos juegan a toros con un capotillo y unos cuernos de plástico que se han salvado del drama mientras sus padres continúan limpiando y reconstruyendo lo que fue su hogar y que la furia de una DANA se llevó junto a vivencias, fotos, regalos, recuerdos, libros y bandas sonoras; quién sabe si también la vida de algún ser querido.