Este viejo continente está que chochea y sólo algunos de sus habitantes saben muy bien adónde quieren llegar. Unos pocos, los que viven su extremismo sectario hasta las últimas consecuencias, desean imponer a los demás su forma de pensar y de vivir. Otros menos, que son fieles a sus tradiciones, a su cultura y a su religión, tratan de abrir los ojos a esa inmensa mayoría que no sabe dónde ir ni qué pensar ni qué esperar de su triste paso por esta vida.
Europa está cada día más envejecida por culpa de la cultura de la muerte que esos pocos han logrado perpetuar con leyes inmorales e injustas. Los otros menos abogan por la apertura a la vida, por la generosidad y por la derogación de esas leyes que nos están abocando al suicidio desasistido. Y ahí está esa inmensa mayoría que se deja llevar por lo que más le conviene en cada momento, por una comodidad que es inherente al ser humano, y que se ve incapaz de dar un sí a la vida o de abrir las puertas de su casa a esa inmigración que puede alargar un poco más en el tiempo la lenta agonía que nos asfixia.
Europa se ha convertido en tierra de misión, pues nadie puede dar lo que no tiene. Nos queda la esperanza de la labor de esos menos, que poco a poco, uno a uno, van sembrando luz en los corazones de las personas que viven a su alrededor. Si doce personas fueron capaces de cambiar el mundo entero hace dos mil años… ¡la victoria está más que asegurada! Eso sí, algo tendremos que hacer tú y yo. ¿No crees?