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Vista panorámica del barrio del Raval. MOISÉS CASTELL

Asociación Nuevo Amanecer Gitano del Raval

Cuando hablamos del Raval pensamos de inmediato en un barrio conflictivo. Los prejuicios y los tópicos suelen mandar sobre el análisis que deberíamos llevar a cabo antes de hablar a la ligera de una zona azotada por la pobreza y las dificultades para salir adelante. Es incuestionable que en ocasiones algunos vecinos han vivido al margen de la ley, como también que han contado con menores recursos y oportunidades para escapar de situaciones complicadas.

CARLOS bueno, la veu d'algemesí

Carlos Bueno


Siempre que se menciona al Raval se mete a todos en el mismo saco, el de la droga y la delincuencia, pero aquí hay mucha gente decente que intenta abrirse paso día a día de forma honrada”. Nos lo cuenta Antonio, presidente de Nuevo Amanecer Gitano, que junto a Gonzalo, secretario de la Asociación, defienden su barrio y a sus vecinos con convencimiento y efusión. Nos dimos cita pocos días después de salir publicado el último ejemplar de La Veu d’Algemesí, en el que contábamos el incremento de venta de droga que se había experimentado en nuestra localidad.
Antonio estaba visiblemente molesto. “Es que parece que toda la droga del pueblo sale del Raval y que aquí todos nos dedicamos a venderla, y no es así”. ¿Quiere decir que hay más puntos de venta?, le pregunto. “Claro. Y en sitios muy conocidos y nada sospechosos. Por ejemplo en la plaza de La Ribera, en determinadas zonas de los parques Salvador Castell y Bernat Guinovart, en El Pla… hasta en El Teular se pasa droga”. Pues entonces el asunto es más grave de lo que pensaba, le digo con preocupación. “Nuestra intención no es escurrir el bulto y distraer la atención”, me aclara, “lo que queremos es buscar soluciones a una situación a la que se ha llegado por dejadez de los distintos Equipos de Gobierno”. Explíqueme, le inquiero. “Al Raval siempre se le ha utilizado de forma política y electoral, nunca social, y jamás se ha tenido verdadera intención de acabar con los problemas del barrio”. No me negará que uno de esos problemas es la droga, le reprocho. “Sí, lo es. Pero el ochenta por ciento de la gente que vive aquí es honesta y quiere trabajar. Mi madre, por ejemplo, que tiene ochenta años, tiene que ir una vez por semana a vender ajos a Amposta. Otros buscan empleo donde sea, pero cuando dicen que son del Raval se les cierran las puertas. A nadie de aquí lo han contratado en el Polígono de Xara, que está pegado al barrio, y encima su construcción fue un freno a la expansión urbanística”, afirma decepcionado.
Le pido a Gonzalo que me explique esa cuestión. Él es de Cullera. Vive en el Raval desde hace siete años y tiene una visión externa y muy amplia de la problemática de la que tratamos. “El tema es que en vez de construir casas para que viviesen los vecinos, que se sabe quiénes son y están controlados, se levantaron edificios que acabaron siendo ocupados por gente de toda índole, algunos extranjeros de dudosa honestidad, por decirlo de forma elegante. A eso hay que añadir que el invento del paso inferior de la estación de trenes ha supuesto una barrera arquitectónica, una frontera que ha separado más el pueblo y el barrio. No hay entrada y salida directa con coche. Y claro, así el Raval se ha quedado aislado, como si no perteneciese a Algemesí”. Pero el paso subterráneo es transitable, le recrimino. “A pie sí, aunque es un nido de orín y de suciedad. El coche cuba no puede bajar a limpiar, y los padres de las niñas que están en edad de salir a dar una vuelta con las amigas tienen miedo de dejarlas pasar por ahí por si se encuentran algún drogadicto o se accidentan con algo tirado por el suelo”. Ante mi asombro Gonzalo prosigue: “Es que muchos de los que vienen de fuera a por droga se meten en el paso subterráneo o en los edificios abandonados, sobre todo en el de la calle Montortal, que es un verdadero escondite. En la actualidad no tiene puertas ni ventanas. Su sótano está inundado desde el día que se inauguró. Hace más de diez años que se echó a todos los inquilinos. Hemos rogado que lo derriben, pero ahora el Ayuntamiento, contra toda lógica, quiere reformarlo y habilitar dos plantas. No reúne las mínimas condiciones de seguridad. Es una locura. Ese tipo de fincas han traído la droga y los problemas”.
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Paso a desnivel con salida a la calle Montaña. MOISÉS CASTELL


Pero se habrá incrementado la presencia policial ¿no?, le interpelo. “Al revés. En los últimos meses hay menos policías locales patrullando por las calles”, me aclara. “Pedimos que pusieran un retén, como había antes, y policías de barrio, lo que favorecería que hubiese más control, pero no lo han considerado oportuno”. ¿Han hecho más propuestas?, les cuestiono. Antonio se apresura en decirme que sí. “De todo tipo, aunque no hemos tenido resolución positiva a ninguna. Solicitamos que contratasen a tres o cuatro vecinos para limpiar la barriada. Eso daría trabajo y serviría de ejemplo para que los demás que no ensuciasen. También adecentarían el cauce del río porque nos comen los mosquitos y las arañas de tanta porquería que hay”.
Me lo pinta muy mal, le digo a Antonio. “Es que estamos muy mal. Cuando termina la temporada de la naranja el paro se dispara. A nuestros jóvenes no les dan la oportunidad de trabajar. Se les trata como a sospechosos. Somos gente marcada. No hay inversiones en el barrio. Llevamos veinte años reclamando soluciones sociales, estructurales y de rehabilitación sin conseguir nada. En algunas calles hay que bajar la basura con linterna porque faltan farolas y no las ponen. También insistimos en que viniera una asistenta social dos veces por semana, pero no hay manera. Suplicamos una autorización para venta ambulante y recibimos el no por respuesta. Intentamos que nos hiciesen un centro social, pero no nos hacen caso. Hemos requerido que se impartan talleres de informática, de fontanería, de mecánica, de electricidad… para formar a nuestros jóvenes, y tampoco. Encima este año todavía no nos han ingresado ni un euro de subvención, y la gente no puede pagar ni una cuota mínima”. Entonces no organizan nada, le inquiero. “Ahora sólo tenemos presupuesto para dos jornadas de clases de guitarra a la semana; nada más. Estamos metidos en un bucle del que parece imposible salir si no nos ayudan y nos tratan como algemesinenses que somos”.