Puede ser que durante las primeras semanas uno vea sólo el lado positivo de  quedarse sin trabajo. El cobro del finiquito y de la indemnización por el despido, el poder ver la tele hasta bien tarde por no tener que madrugar, el disponer de tiempo libre para estudiar, leer, practicar deporte o alguna sana afición, echar una mano en las tareas del hogar o apuntarse a una academia de idiomas para sacarse ya por fin esa certificación de inglés.
Sí, puede ser que sea un plan de vida la mar de atractivo y hasta que uno se retrotraiga a sus años mozos de estudiante de bachillerato. Pero los días pasan, las semanas y los meses también, y uno pronto cae en la cuenta de que ya es cuarentón, de que ya no están ahí sus padres para sufragarle sus estudios y aficiones, y que muy pronto se le va a terminar la prestación económica que le permitía llevar esta privilegiada vida. Y actualizará su currículo y lo enviará a todas esas ofertas de trabajo que aparecen en los portales de empleo. Y también hablará con amigos y conocidos para que cuenten con él si surge algo o hasta contemplará la posibilidad de empezar a estudiar una oposición.
Y si los meses siguen pasando y la prestación está más que caducada, tirará mano de esos ahorros que pronto desaparecerán. Y después tendrá que ganar en humildad y hablar con familiares y amigos para que le presten un dinero que necesita para pagar el alquiler del piso, el agua, la luz, el teléfono y la conexión a internet. Aquel despido desdramatizado en el pasado se convertirá en una pesadilla presente y real.
Cuando ni las puertas se han cerrado porque nunca han estado abiertas, cuando uno ya no tiene ilusión ninguna de levantarse cada mañana de la cama porque ya no sabe qué más hacer para que le brinden una sola posibilidad laboral, cuando la enfermedad hace su aparición y los bríos juveniles brillan por su ausencia… es llegada la hora de buscar el remedio más eficaz y que uno había olvidado hasta la fecha: la oración de petición. Porque “con el mazo dando” ya ha estado uno desde el principio, y es llegada la hora de volver a empezar por ese “a Dios rogando”. Por probar que no quede. ¿No crees?
J.A. – Algemesí